Sus pasos nos guían por un pasillo y él baja su cara por un momento para observar el piso de cerámica fría y blanca, y luego, rápidamente, levanta sus ojos para mirar los estantes llenos de trofeos, y de inmediato sus manos se cierran, y con sus nudillos toca la madera que sostiene la historia del patinaje sobre ruedas. “Para algunos un poco de latas bien ordenadas”, dice con una pequeña sonrisa que se dibuja en su semblante serio, pero dando presurosos pasos, gira su cuerpo y esta vez, señalando con su dedo índice hacia arriba, sostiene enérgico, con su tono santandereano: “mano, no en vano somos el número uno en el mundo”.
Alberto Herrera Ayala se sienta en una de las sillas del primer piso de la Federación Colombiana de Patinaje, una casa ordenada en la que se respira un olor a victoria, y es que allí el sentido del olfato se agudiza con el de la vista al observar tantos logros.
“Entre esos trofeos falta uno muy valioso”, lo dice con serenidad, la misma que solo posee alguien que sabe que ha hecho historia: “Acá no está la medalla de plata que ganamos en los Juegos Olímpicos de Invierno de la Juventud 2020 con Diego Amaya, pero no importa”, y tocando su pecho con la palma de la mano, expresa muy emocionado: “Esa la llevo acá en el corazón porque la viví, y lo más importante, fue mi obra”.
Su mirada cambia de inmediato, sus ojos se llenan de un brillo húmedo y su voz se entrecorta mientras con su mano saca del bolsillo del pantalón su celular. “No muchos han tenido la oportunidad de observar esto”, dice mientras con sus dedos busca en la diminuta pantalla un recuerdo.
“Todos me vieron celebrar y lanzar una alabanza al todopoderoso cuando Diego ganó esa medalla”, asintió Herrera Ayala al voltear su dispositivo y mostrar el video que reproduce ese momento histórico para Colombia, el de ganar una medalla en unas justas de invierno.
«Recuerdo ese día como si fuera hoy», dice, bajando la voz. «Yo estaba allí, viendo cómo Diego cruzaba la meta como segundo de la prueba mass start. Me quedé helado… pero no por el frío, fue por la emoción, y dije: «Ufff, por fin».
Y no era para menos, Diego Amaya en esos Juegos Olímpicos de la Juventud de Suiza ya había ocupado la cuarta posición en tres ocasiones. Es allí, en ese recuerdo, cuando Alberto vuelve a dispersarse en el relato y se devuelve diez años, al momento cuando tomó la decisión de incluir el patinaje sobre el hielo en su proyecto dirigencial al frente de la Federación Colombiana de Patinaje.
Su celular queda ahora sobre el escritorio y el video secreto que está guardado en su dispositivo parece volver a quedar en el olvido. Solo es preguntarle por lo que pensaba la noche anterior y de inmediato toma de nuevo el celular y reanuda la búsqueda.
“Huy, mano, usted sí acosa, cree que se me había olvidado”, lo dice con entonación fuerte y marcada, como el santandereano enérgico, cortante y serio que es.
Su cuerpo toma de inmediato una postura diferente; sus piernas se estiran, su espalda golpea el espaldar de su asiento y, lanzando un suspiro, solo atina a decir: “Véalo usted, chino. “Yo no quiero llorar hoy” y una carcajada resuena en el ambiente.
La imagen es la de un chico desconcertado, triste y cabizbajo, de pie, recostado en una pared, vestido con una camiseta blanca de manga corta, algo inusual en un clima como el de Suiza en esa temporada del año, con un empaque de jugo siempre en su boca, asintiendo todo el tiempo con su cabeza y murmurando solo dos palabras: «Sí, señor.
A su lado, Alberto no deja de hablarle de las cosas importantes que ya había conseguido y de la última oportunidad que tendría al siguiente día, y como si fuera el más experto en las competencias de patinaje sobre el hielo, le auguró una medalla mientras se fundían en un fuerte abrazo.
Ese abrazo se volvería a repetir al siguiente día, pero en esta ocasión con Diego Amaya enfundado en su uniforme azul celeste, su casco blanco y en su rostro una sonrisa inmensa que borraba todo trazo de cansancio.
Alberto, con la bandera de Colombia en su mano, de pie en aquella pista natural del lago St. Moritz, abriendo sus brazos, solo dejó llegar ese caluroso saludo sobre el frío hielo.
“Por eso me gusta este piso de la oficina, es blanco y frío como el hielo”. Herrera Ayala vuelve a bajar la mirada, solo para ocultar las lágrimas que ruedan sobre su feliz rostro. No necesita ver los videos; con solo el sonido de cada uno de esos momentos, evidencia que esa medalla de plata está clavada en su corazón y que no necesita verla en esos estantes de madera. Sabe que esa medalla de plata la forjo él sobre el hielo.